Viajamos tratando de escondernos de los chorros de aire helado, agudo y acerado, que sueltan los conductos de ventilación del coche. Como somos ya doce (un pasajero mas se subió a último momento) no protestamos demasiado pues preferimos no imaginar que pasaría si no hubiera ese gélido aire circulando. Maribel se envuelve en su chaqueta y yo trato de respirar dentro del cuello de mi camisa, y así viajamos. Diversos controles militares (Policía, Ejèrcito, Marina) por los que pasamos bien y el paisaje maravilloso, que en algun momento transforma su sabana fértil en un monte boscoso y durante algunos quilómetros, misteriosamente, en una zona seca y con altísimos cactus de aquellos de los desiertos de AriZona (zona árida, of course). Debe tener que ver con el suelo, que es volcánico... Vaya uno a saber.
Nos acercamos a la ciudad, al tráfico y a sus calles, a prueba de torrentes acuosos, o sea, con aceras altas, muy altas, con murillos (¿No sabían que Murillo es un muro pequeñito? ¡Vaya pintor que nos ha quedado a los españoles: "Paredcita!") de diseño “aquostático”, pues están para desviar los torrentes inmensos y terroríficos que bajan por las calles de Barranquilla cuando llueve. Y como ya dije, llueve -en esta época-, al menos una vez al día, y algunas veces es una lluvia realmente torrencial: en media hora puede caer lo que llueve en Almería en todo un año. El agua baja, “cantarina” hacia el río Magdalena, en una tromba impresionante, que en algunos lugares alcanza el medio metro de altura, aunque en general, no pasa los 20 cms, bajando a unos 40 kms/h. Ha llegado a dejar autobuses navegando en el río... No entiendo como es que la ciudad no se ve mucho mas limpia, con estos “enjuagues” periódicos.
Tras los fiascos con el Hotel en Cartagena, y contando que en éste nos teníamos que quedar, porque era el del Festival, yo ansiaba que fuera el mismo en el que estuvimos la ultima vez, que era bastante bonito, con piscina, etc, etc... Pues no.
Es el Hotel El Prado. Lo mas aristocrático que he visto en Hoteles, lujo, dos hectáreas de Hotel en plena ciudad, construido en 1927, lleno de palmeras y jardines, de personal atentísimo... algo así como podría haber sido el “San Felipe” de Cartagena pero mimado y cuidado con esmero. Hermoso. De otra época. Señorial. De película de Hollywood.
Ascensor con puertas doradas y ascensorista. No puedes viajar solo: el boton de llamada del ascensor es un timbre tiernamente estridente, que hace acudir presuroso y alegre al conductor de tan vertical vehículo. Uno de ellos nos comenta, orgulloso, que hace 25 años que está trabajando en esto. Hay que re-valorar nuestros juicios acerca de la felicidad que nos puede proporcionar un trabajo: para millones de personas es algo salvador, providencial y que les asegura una vida feliz en su medio. Para otras (como yo frecuentemente) imaginar una tarea rutinaria y quasi inútil (podrían poner botones y la gente ir sola, como en todos los restantes ascensores del mundo), es algo frustrante. Cada uno tiene su nivel de aspiraciones y su felicidad es estar en donde se imaginó alguna vez.
Los larguísssssimos corredores alicatados con baldosas blancas y negras, son perfectos, con las palmeras asomando entre los arcos. Lo único especial es el ruido: es otra visión del trópico caribeño: en cada habitación hay un acondicionador de aire de esos que atraviesan la pared: vas caminando por la noche y el ruido de los acondicionadores te hace sentir como si el hotel entero fuera un gigantesco avión a punto de alzar vuelo. Misteriosamente, cada vez que llueve, las galerías se llenan de goteras y de esforzados trabajadores secando los suelos y las bases de las columnas de madera: no hay que ser muy perspicaz para, viéndolo desde los pisos altos, darse cuenta de que no hay tejas que hagan la “costura” de las intersecciones de los tejados. Por allí, entra el agua, pudre las maderas y moja a todos... Misteriosamente, no se arregla. En el restaurante, cada desayuno es una lucha con mi raciocinio, pues ponen la fruta cortada en tres grandes fuentes ovaladas (melón, sandía y papaya), tapadas con cubrecomidas de plástico... redondas, con lo cual, por ambos extremos de la fuente entran miles de mosquitas que quedan aprisionadas en la campanita de plástico transparente y allí hacen su fiesta o se angustian, mientras el huésped de tan selecto hotel, tiene que irlas liberando cada vez que levanta la tapa. Informé a los camareros de la tontería, y a los dos días, aparecieron las frutas en los mismos recipientes con las mismas tapas, pero esta vez cubiertas con una película de rollo plástico de cocina. Resultado: lo mismo. La gente aparta el plástico y las mosquitas aparecen igual, solo que esta vez quedan, además, atrapadas seriamente bajo la película plástica, además de bajo la campana inservible. No parece entrar en el cerebro de la encargada del local que las tapas de los recipientes deben tener la misma forma que éstos. Su nivel de inteligencia se me aclaró cuando el dia en que nos íbamos, me quiso cobrar el triple un jugo de frutas. Al hacerle ver su error, lo enmendó con una excusa falsa y sin lógica aritmetica. Una vergüenza para ese hotel.
Decenas y decenas de empleados, todos amabilísimos, todo está constantemente siendo limpiado, ordenado, barrido. Rodeado de jardines (“Paso exclusivo para los clientes del Hotel”). La piscina es perfecta, uno se imagina a Esther Williams con su “troupe” de chicas nadando solitarias (es un decir) para olvidar alguna pena de amor que Clark Gable les hubiera dejado (a todas) o verse aparecer la orquesta de Xavier Cugat tocando en el kiosco central. Una experiencia maravillosa, que me permite nadar con sol, con lluvia, panza arriba y mirando el cielo y las palmeras.
Pedí que lo cambiaran y, por lo menos, se lo llevaron. Nos dejaron sin cuadro, pero pudimos dormir tranquilos.